El ancho y profundo horizonte manchego es una larga línea recta, verde de viña y amarilla de rastrojos y por encima azul añil infinito.
No es como el mar, el agua parece no tener sitio donde quedarse. Pero el cielo eterno y la llanura infinita, enseñan a quienes los miran lo pequeños que somos. Por eso y por otras cosas los manchegos somos gente humilde.
Como en un mar puesto del revés, el cielo azul es navegado por pequeñas casitas blancas que flotan sobre sus zócalos añil.
La arquitectura de las casas de campo manchego no puede ser más sencilla: cuatro paredes de tapial y un tejado simétrico a dos aguas. Quizá una pequeña ventana y algunas, una modesta chimenea. Son como las que dibujaría un niño de pocos años.
Su finalidad nunca fue ni residencial ni de ocio. Se construían en el medio de la finca o parcela, como parte de la explotación, para guardar algunos aperos de labranza o de cocina, quizá para el momento de la comida cuando el clima era más hostil o también, como atalaya desde la cual “vigilar la viña”.
En la actualidad, algunas se muestran lozanas, bien enjalbegadas y cuidadas por sus dueños, mientras otras siguen matizando el paisaje con sus paredes de tapial ocre, abandonadas pero evocadoras de aquellos tiempos y de muchos trabajos.
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