A mediados del siglo pasado, antes de que el Queso Manchego se convirtiera en lo que actualmente es, en los pueblos de La Mancha, era de lo más normal tener algún familiar o amigo dueño de un rebaño de ovejas y que elaborara sus propios quesos.
Tan pequeños productores y tan lejos de los grandes mercados, trataban de defender su producto y lo hacían, primero abasteciendo a su entorno más cercano, usando sus quesos como moneda corriente.
Así, en la mayoría de nuestras casas el queso siempre estaba presente. Quesos de distintos tamaños, que casi siempre llegaban a nuestras alacenas poco más que oreados, para empezar a ser consumidos de esta forma. Guardados cuidadosamente, los quesos iban pasando por los distintos grados de curación, y en muchos casos, una parte de mayor o menor tamaño acababa en la quesera cubierto de aceite. Y vuelta a empezar…
La quesera de mi abuela era cilíndrica, de barro, de buen tamaño y bien tapada. Con tanta fuerza dentro como la marmita de Obélix y sin fecha de consumo preferente.
Dentro, sumergidos en aceite de oliva virgen extra, porque tampoco había otra cosa, trozos dispares de queso de distintas fechas y con diferentes colores y texturas.
Del queso de mi abuelo no era bueno abusar. De un color veteado, desde el blanco puro hasta distintas tonalidades rosáceas, incluso rojizas, y una textura aterronada.
Él lo tomaba lentamente, con deleite. Rompiendo pequeños trozos con la punta de la navaja, enseñó a todos sus nietos a apreciar aquel manjar.
Mucho tiempo atrás, el queso conservado en aceite era, por su alto valor nutricional y por su durabilidad, indispensable en las grandes travesías marítimas. Concretamente el queso emborrado, con aceite y salvado de trigo, típico de Cádiz, ayudó al descubrimiento de América.
Lo que era de hecho, la única forma de conservar por mucho tiempo aquellos quesos caseros, se convirtió en la combinación perfecta de dos productos excepcionales: Aceite de Oliva y Queso Manchego, para delicia de los verdaderos amantes del queso.
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